lunes, enero 29

Lapsus linguae - Relato

Andrés Cienfuegos estaba contento. Había terminado por fin su novela. Se había apropiado tan profundamente de la historia y los personajes que lo primero que hizo al entrar a casa fue leerle eufórico a María Inés las últimas líneas que cerraban su relato.

-Mane, escucha: “Esa tarde lluviosa de 1822, Aetos Nikiforos, de la isla de Kós, presenció perplejo su propio rito fúnebre en las aguas del Karpathian…”
-No me traigas tus historias viejas, quiero futuro.
-Pero Mane, es el escrito que enviaré a la editorial el martes próximo, lo leyó Suárez y le ha parecido…
-Bah, tonterías. Me la pasé el día lavando la alfombra, guardando trastos, ordenando cajones y escondiendo tus porquerías de papeles. Déjame planchar tranquila. Tengo lista la comida. Sírvete tú mismo.

La descubrió cansada, demasiado cansada. Algo entre ellos se rompió hace tanto. No recuerda cuándo fue la última vez que hicieron el amor de verdad. Esta mujer que conoce de memoria hoy huele a cloro y distancia. Decidió dejarla hablar, permitir sus quejas de rutina asfixiante y simplemente asentir. Era fácil. Mirarla a los ojos y asentir. No importaba lo que respondiera, él sería el reo sin proceso de sus acusaciones de todos modos. Sintió vértigo y asco. Maldita desdichada. No tiene idea de lo que es pasarse los días y las semanas interminables escribiendo crónicas para un pasquín de cuarta categoría. Crónicas de lugar común, sentimiento pueril y repulsión, escritas para gente tan leve y vulgar como ella.

-Si al menos escribieras tus historias para mí. No soy estúpida, sabes. Crees que no sé que tus cuentos y poesías las concibes mientras te masturbas mirando a esas putas desnudas en la Internet. Asqueroso. Poco hombre. No tienes cojones para excitarte con la realidad. Yo soy tu realidad, la que tú has construido, desgraciado. Tanta palabra bonita. Tanta promesa. Ni periodista ni escritor. Un empleado mediocre que no tiene un cinco ni para hacer cantar a un ciego y no puede seducir a su propia mujer… ¿Me estás oyendo, Andrés?

Sí. Tal vez esta vez sí ganaría el concurso y le publicarían su historia en L’Espoir. Agradeció el hambre en su estómago. Le dolían los sueños tanto como la realidad.

-"Como silencio de sombras
nivelándose en la nada
trae tu voz resonancias
a mi desierta morada”

No se dio cuenta. Ni siquiera notó que fue él quien los dijo. El dolor punzante le atravesó la espalda.

-¡Qué te pasa! Estás loca, Mane, qué mierda te pasa, por la cresta. No puedo levantarme, por Dios, no puedo moverme.
-¡Qué te has creído, maldito hijo de perra! A mí no me vas a joder otra vez. Qué quieres decir con esos versos. Siempre haces lo mismo. Me hablas con palabras rebuscadas para que no entienda. Qué mierda quieres decir. No dejaré que otra vez me hagas sentir que soy una estúpida, maricón.
-Nada. No sé. No puedo moverme, por favor...
-Ándate a la mierda, púdrete ahí en el suelo.
-Mane…

La voz de su mujer, el piso, las paredes, todo volviéndose amarillo gaseoso. Escuchó venir de lejos los gritos, las carreras y esos versos llegando a destiempo a su conciencia. No podía respirar.

Andrés Cienfuegos supo que moriría. Tal vez era posible asistir agradecido a su propio funeral una tarde calurosa de 1992, a los pies de Los Andes.


Valentina, 17 de febrero de 2007