viernes, marzo 23

De insurgencias - Poesía libre

Voy de imprecisiones anudada
¿A qué buscar el extremo de la hebra si ando perdida de lo sido y lo pendiente?
¿De dónde la rabia, el miedo, el vértigo y este inscribirme hiriente en la dicción imposible?
Decidí la exploración de lo mío
pero no sé decir quién falla en mi contra cuando me descubro tanteando la que soy.
Sucedo en dispersión de repertorios inasibles.
Allá mi sombra alargada hasta la terrible pereza del no ser.
Aquí el sabor de su lengua objetando mi saliva vehemente.
Allí mi cuerpo hundido en la inauguración precoz de su latencia
¡Y tan lejos de mí el alfabeto de las comarcas acostumbradas!
Tan lejos como los llanos azules de su sábana goteándome el deseo.
Vengo sin proveniencias a encontrarme perdida.
Perdida de ruina perentoria.
Reclamando de Dios el olvido y la memoria en simultáneo.
Más allá de mí misma,
vengo y voy diferida,
como omitiendo esta corriente en la fuga de un espejo.
Mudándome en la piel de su reserva desnuda,
dislocada en estos equivalentes de ninguna.
Todas yo.



Valentina, 24 de marzo de 2007

jueves, marzo 15

No hay despertar en los sueños - Cuento

No hay despertar en los sueños. Ni amanecer. Ni manos extendidas que nos salven del abismo. El techo anclado en el negro de esa dilatación de durmientes acerosos y tren desvencijando el trayecto. El cuerpo tumefacto y esta almohada aprisionándome las sienes con vínculos inexistentes. Sudaba. Agustina Del Río Gigliotti buscaba en su memoria algún detalle que le permitiera dar sentido a esas imágenes terribles. No se explicaba cómo es posible que ella misma las creara. Mapas tergiversando territorios, como sendas de bosque abiertas en concéntricos desvíos hacia el absurdo. Su lucha por alcanzar la lámpara del velador fue descomunal. Se sentó y miró quedamente su dormitorio, como cerciorándose de que era sólo un sueño. La ducha le ayudaría a despejarse. Tenía tanto trabajo ése día. Entre las reuniones del Consejo, la entrevista con el odioso de Galleguillos y la venta del departamento de los Silva se le escurriría otra vez la jornada. Otra vez se le escaparía, como si nada. Olisqueó la toalla. Sí, era la suya. Dejó que el agua hirviendo le desentumeciera el alma, al menos un poco. Recordó que no había pagado los gastos de la consejería y que el médico de Javier la esperaba a las tres. Nadie puede la omnipresencia. No al menos en la vigilia. Y otra vez la agredieron esas imágenes tan cargadas y oscuras. Como hidra serpentina sintió que si le cortaban la cabeza, estas visiones se las arreglarían para revivir fortalecidas. No conoce un antídoto para la memoria de los sueños. Llamó a Juan Alberto. Que le alcanzara el shampoo de manzanilla.
-“¿Necesita algo más, mi niña?”
La sonrisa sugerente de su esposo la puso sobre aviso y se arrepintió de haberlo llamado. No podía negársele. Había inventado una buena excusa la noche anterior y tantas más. Y no tenía fuerza para inventar otra. Decidió cerrar los ojos y dejarlo hacer. Él besó sus pezones erectos por el roce del agua, creyendo que esa reciedumbre daba respuesta receptiva a sus caricias. Los mordió al mismo tiempo que abría sus piernas. La penetró hundiéndola en el muro. El agua. Ella sólo pensaba en el agua. Le limpiaría el alma. Juan Alberto jadeaba en su oído. La volteó y penetró por detrás. Se endurecieron sus músculos. Ella cerró todavía más los ojos y prefirió dejar que las imágenes de ese sueño horrible transgredieran su resistencia antes que descubrirse nuevamente haciendo el amor sin el deseo. El andén oscuro. Los durmientes como viniendo de ninguna parte.
-“Así, así, así, sigue.”
Agustina no escuchaba. Su cuerpo respondía como gobernado por un reloj perfecto. -“Agáchate. Así”.El carro la enceguecía. Ya no tenía que cerrar los ojos. La luz lo eclipsaba todo.
-“Sigue. Agustina. Te amo”.
El agua, las manos de Juan Alberto manoseándola, la luz inundándolo todo. El dolor en su sexo y la culpa en su alma. El carro era conducido por el hombre del metro. Estaba segura de que era el mismo. La transpiración. El gentío. El tren detenido entre estaciones porque hubo un accidente imprevisto que pronto se resolverá y no debe inquietar a los pasajeros. Oscuridad absoluta. Sus manos por debajo de la falda. El calor y su miedo fundiéndose con los miedos del gentío. Besó su cuello y ella lo dejó. Calló. Se quedó quieta. Esperaba que por fin terminara la detención imprevista que tal vez podría salvarla de este deseo y consentimiento inmundo. Un niño lloraba y alguien pedía que abrieran las ventanas. El sopor. Ella sólo pedía que el tren no reanudara su marcha aún. La exploraba por debajo de su blusa, irreverente y violento, mientras todo su cuerpo suplicaba que siguiera haciéndolo. Sintió cómo desbrochaba su pantalón y la rigidez que la obligaba a separar las piernas. Las yemas salobres de sus dedos en su lengua anhelante. Su saliva rozando los lóbulos enardecidos. Ella sitió que deseaba esto más que a nada en el mundo. El instante se extendió infinito hasta la enajenación. Cuando el tren reanudó su marcha y se encendieron las luces, el hombre la apartó imperceptiblemente de sí. Su semblante exangüe se confundía con el de los demás resucitados. Agustina, a empellones, pudo bajar en la siguiente estación. Se quedó allí hasta que la mirada de ese intruso se perdió en el túnel.
-“Sigue. Levanta un poco las piernas. Es delicioso. Agustina, mi Agustina”.
El conductor del tren era el mismo hombre del metro. Él no detendría su marcha. Lo sabía. La acusaba ante Juan Alberto con sus reflectores alucinantes. Cómo puede una mujer decente hacer algo tan repulsivo. La luz y el carro alcanzándola, por fin.
Juan Alberto -sumergido en la angustia- sólo se consolaba pensando que ella había muerto embriagada por el goce de su amor.
Valentina, 16 de marzo de 2007

lunes, marzo 5

El viaje - Relato breve

Llueve a cántaros y el frío se le cuela en el cansancio. Se dejó seducir por la invitación de Ana de ir a la Espera del Alba en la Tirana. Se regalaría sólo tres días para escapar de este invierno de turbación y hielo.

-“Me duele el alma, Virgencita, déjame gozar del contento de tu pueblo en carnaval”.

Dejó todo arreglado. A los niños con Inés y a Emilia con sus clases. Sebastián se las arreglaría sin ella.

Llegaron a Iquique a las tres, acogidas por un sol transparente y limpio. Las esperaba el hermano de Ana, que ni lo parecía. Ella tan elegante y oxigenada. Él moreno, de pelo largo, canoso y revuelto, como mimetizado con la sensualidad del desierto.

-“¡Por fin llegan! La viejita arregló para ti la mejor pieza de la residencial. Tendrás una tina para ti solita. Si quieres visitas, me avisas no más, que acá en el norte la hacemos cariño a las amigas de los nuestros”.

Se avergonzó. No esperaba ese abrazo y menos la caricia irreverente en su pelo.

- “Antonio Ávila pa’ servirla, Marianita”.

Dos horas de viaje por el Tamarugal pasaron volando. Antonio era encantador. Entre risas supo que era separado dos veces, aficionado a la literatura y el cine, que tenía una amante en Pozo al Monte, administraba la residencial de la familia y pertenecía al Partido Comunista “desde siempre”.

Fue una noche de tamboreo y huifa en la casa grande. Ana partió con su madre a ayudar en lo del vestuario de los chinos y él insistió en quedarse “pa’ que no se sienta sola”.

Ni siquiera le pidió consentimiento. La desvistió rozando a penas su piel y la apartaba de sí cada vez que presentía su embriaguez. Mientras él simplemente jugaba, ella traspasaba los umbrales inexplorados de su cuerpo amortajado hace tanto.

A su regreso, Sebastián parecía estar donde mismo lo dejó. Mariana lo besó, lo escuchó y lo invitó a la cama -como de costumbre- y se dejó penetrar con la esperanza de que su esperma habitual cerrara esta herida perenne, fecundada por aquel otro semen inaudito.



Valentina, 5 de marzo de 2007

sábado, marzo 3

Trasgresión – Prosa poética

Descubrirá en un ínfimo instante el velo de lo suyo. Acogerá fugaz este destello estremecedor en su penumbra acostumbrada. Apenas un segundo, no importa. Hoy no importa que antes de germinar ya lo sepa naciendo sin futuro. Azul callado en la sábana vulnerada. Tañe desde el profundo trasfondo la femineidad abierta en la estrechez viril de su cadera. Sudor de dos sostenido en el silencio de la expresión prohibida. Dilatado y contenido. Rezagado. Inefable. Manso y extático. Placer en rebelión ofreciéndose evasivo. Lo sabe. Esta fusión perfecta tiene la duración de un eclipse y, sin embargo… ha sucedido para que ya no pueda darse el nombre que llevaba entre cadenas.

Valentina, 3 de marzo de 2007