jueves, marzo 15

No hay despertar en los sueños - Cuento

No hay despertar en los sueños. Ni amanecer. Ni manos extendidas que nos salven del abismo. El techo anclado en el negro de esa dilatación de durmientes acerosos y tren desvencijando el trayecto. El cuerpo tumefacto y esta almohada aprisionándome las sienes con vínculos inexistentes. Sudaba. Agustina Del Río Gigliotti buscaba en su memoria algún detalle que le permitiera dar sentido a esas imágenes terribles. No se explicaba cómo es posible que ella misma las creara. Mapas tergiversando territorios, como sendas de bosque abiertas en concéntricos desvíos hacia el absurdo. Su lucha por alcanzar la lámpara del velador fue descomunal. Se sentó y miró quedamente su dormitorio, como cerciorándose de que era sólo un sueño. La ducha le ayudaría a despejarse. Tenía tanto trabajo ése día. Entre las reuniones del Consejo, la entrevista con el odioso de Galleguillos y la venta del departamento de los Silva se le escurriría otra vez la jornada. Otra vez se le escaparía, como si nada. Olisqueó la toalla. Sí, era la suya. Dejó que el agua hirviendo le desentumeciera el alma, al menos un poco. Recordó que no había pagado los gastos de la consejería y que el médico de Javier la esperaba a las tres. Nadie puede la omnipresencia. No al menos en la vigilia. Y otra vez la agredieron esas imágenes tan cargadas y oscuras. Como hidra serpentina sintió que si le cortaban la cabeza, estas visiones se las arreglarían para revivir fortalecidas. No conoce un antídoto para la memoria de los sueños. Llamó a Juan Alberto. Que le alcanzara el shampoo de manzanilla.
-“¿Necesita algo más, mi niña?”
La sonrisa sugerente de su esposo la puso sobre aviso y se arrepintió de haberlo llamado. No podía negársele. Había inventado una buena excusa la noche anterior y tantas más. Y no tenía fuerza para inventar otra. Decidió cerrar los ojos y dejarlo hacer. Él besó sus pezones erectos por el roce del agua, creyendo que esa reciedumbre daba respuesta receptiva a sus caricias. Los mordió al mismo tiempo que abría sus piernas. La penetró hundiéndola en el muro. El agua. Ella sólo pensaba en el agua. Le limpiaría el alma. Juan Alberto jadeaba en su oído. La volteó y penetró por detrás. Se endurecieron sus músculos. Ella cerró todavía más los ojos y prefirió dejar que las imágenes de ese sueño horrible transgredieran su resistencia antes que descubrirse nuevamente haciendo el amor sin el deseo. El andén oscuro. Los durmientes como viniendo de ninguna parte.
-“Así, así, así, sigue.”
Agustina no escuchaba. Su cuerpo respondía como gobernado por un reloj perfecto. -“Agáchate. Así”.El carro la enceguecía. Ya no tenía que cerrar los ojos. La luz lo eclipsaba todo.
-“Sigue. Agustina. Te amo”.
El agua, las manos de Juan Alberto manoseándola, la luz inundándolo todo. El dolor en su sexo y la culpa en su alma. El carro era conducido por el hombre del metro. Estaba segura de que era el mismo. La transpiración. El gentío. El tren detenido entre estaciones porque hubo un accidente imprevisto que pronto se resolverá y no debe inquietar a los pasajeros. Oscuridad absoluta. Sus manos por debajo de la falda. El calor y su miedo fundiéndose con los miedos del gentío. Besó su cuello y ella lo dejó. Calló. Se quedó quieta. Esperaba que por fin terminara la detención imprevista que tal vez podría salvarla de este deseo y consentimiento inmundo. Un niño lloraba y alguien pedía que abrieran las ventanas. El sopor. Ella sólo pedía que el tren no reanudara su marcha aún. La exploraba por debajo de su blusa, irreverente y violento, mientras todo su cuerpo suplicaba que siguiera haciéndolo. Sintió cómo desbrochaba su pantalón y la rigidez que la obligaba a separar las piernas. Las yemas salobres de sus dedos en su lengua anhelante. Su saliva rozando los lóbulos enardecidos. Ella sitió que deseaba esto más que a nada en el mundo. El instante se extendió infinito hasta la enajenación. Cuando el tren reanudó su marcha y se encendieron las luces, el hombre la apartó imperceptiblemente de sí. Su semblante exangüe se confundía con el de los demás resucitados. Agustina, a empellones, pudo bajar en la siguiente estación. Se quedó allí hasta que la mirada de ese intruso se perdió en el túnel.
-“Sigue. Levanta un poco las piernas. Es delicioso. Agustina, mi Agustina”.
El conductor del tren era el mismo hombre del metro. Él no detendría su marcha. Lo sabía. La acusaba ante Juan Alberto con sus reflectores alucinantes. Cómo puede una mujer decente hacer algo tan repulsivo. La luz y el carro alcanzándola, por fin.
Juan Alberto -sumergido en la angustia- sólo se consolaba pensando que ella había muerto embriagada por el goce de su amor.
Valentina, 16 de marzo de 2007

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